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TEXTOS

ARMANDO UN WILLIAMS

MONTAJE, IMAGEN Y REALIDAD EN PROCESO DE TRANSFORMACIÓN EN LA PINTURA DE LOS 80

Rodrigo Quijano

La obra de Armando Williams (Lima, 1956) surgió en un horizonte nacional particular, en medio de las postrimerías de la experiencia reformista del gobierno de Juan Velasco Alvarado (1968-1975). Y quizás, como en muchos otrxs artistas de su generación, el quiebre cultural y social que sobrevino a esa experiencia permita entender una parte de su derrotero. En la partida, los diez años que van del año 69 al 79 redefinieron una serie de puntos y perspectivas en la vida nacional. Y aunque este no sea el espacio para introducir ni mucho menos agotar este argumento por una periodización específica, quizás sí lo sea para señalar y sugerir que esa década abre y sintetiza lo fundamental de una serie transformaciones que habrán de tener eco en la manera en que, todavía una década más tarde e incluso más, lxs artistas y, de manera puntual, lxs artistas formados en la escuela pública y nacional de Bellas Artes, se acercaron de manera crítica a la praxis de su oficio. Las prácticas críticas de esa deriva incluyeron la exploración de las fronteras del lenguaje pictórico, del gráfico y del bidmensional en general, como una manera entre otras de abarcar los desafíos de activar la reflexión estética y la reflexión política.
Un eje fundamental de estas redefiniciones estuvo directa e indirectamente articulado las consecuencias del discurso gráfico de la Reforma Agraria, principalmente debido a que esta reforma no sólo logró producir el proceso social que cuestionó de manera más radical y más profunda la institución oligárquica del racismo y la servidumbre rural en el Perú. Si no porque, además, su enorme impacto simbólico en la sociedad peruana, que estuvo ligado al cambio de la tenencia de la tierra, estuvo también vinculado a la difusión ideológica, merced de un giro de propaganda gráfica inédito en la imagen nacional, que estuvo en manos de la joven vanguardia artística e intelectual inmediatamente anterior a la de Williams y que adhirió al ala izquierda del proceso velasquista a finales de los años 60. Ese preciso discurso ideológico, sumado a la gráfica y al filo vanguardista de los afiches, logotipos y diversos diseños e impresiones del aparato de propaganda de la Reforma, consolidó la imagen y la inédita representación pop mestizada y aindiada de los beneficiarios reales e ideales de la Reforma. Aunque mucho de este efecto era quizás previsible en su momento, y ha sido ya museado y a menudo cooptado desde entonces, la particular síntesis de esa gráfica sin duda fue parte de la economía cultural de la novedad
En términos generales, y vista en retrospectiva, parte de la repercusión del pop en los países del norte industrial fue haber transgredido una serie de usos en los que la superficie pictórica, tanto en la abstracción lírica como en la expresionista, había mantenido a raya la representación de un mundo objetivo de manera eficiente y exitosa. Sin embargo, a través del pop, tanto en su versión británica como en la norteamericana, la aparición de los objetos y gestos de la cotidianeidad abrieron un frente que supo vincularse rápidamente a la cita crítica de los lenguajes y las imágenes de la masificación comercial global en auge. 
En la segunda mitad de los años 60, cuando aparece finalmente el pop como lenguaje de esta masificación en las respectivas versiones de lxs artistas peruanxs, aún se puede percibir la fragilidad de esa sincronicidad global y su precariedad, en una factura material que no logra zafar del todo del molde pictórico previo. Pero que por otro lado, hay que señalarlo también, tampoco logra romper con comodidad la barrera de una recepción crítica acostumbrada a sancionar moralmente la experimentación y cualquier apertura por fuera del molde más romántico y convencional de las bellas artes. 
Todavía se oían los ecos indignados de la crítica y la discusión, que entre acusaciones de “plagio”,  perduraron desde el verano hasta entrado el invierno de 1969 como reacción al premio otorgado a Luis Zevallos Hetzel por una pieza hecha al sténcil sobre tela, cuando ese mismo año se empiezan ya a imprimir por millares los afiches de la Reforma Agraria. El gran salto de la gráfica de la Reforma Agraria no sólo estuvo en haber logrado la síntesis particular de la veta pop con el inédito perfil mestizo de una nueva ciudadanía en el deseo político nacional, sino que adicionalmente estuvo en haber accedido simultáneamente a una tecnología de la reproducción industrial e ilimitada, poniendo en cuestión y replanteando la reflexión sobre la imagen producida localmente. Esta puesta en cuestión que interpelaba inevitablemente a su vez lo pictórico, llevaría pocos años después, en 1975, a uno de los creadores de este afichismo, el artista Jesús Ruiz Durand, a desestimar la pintura como práctica obsoleta, menos como gesto vanguardista, que como constatación de la existencia de nuevos procesos de la imagen en emergencia (Barrig 1975). 
En la obra temprana de Armando Williams, planteada principalmente desde inicios de la década del 80, aparece con claridad el rastro de la existencia de estos nuevos procesos en los que nuevas formas mecánicas de reproducción, con la fotografía a la cabeza, rediseñaron e implicaron una transformación de la imagen y su relación con la realidad local circundante. Esto empezó a suceder a medida en que diarios y otras publicaciones de la prensa fueron ampliando su presencia y modernizando su desarrollo gráfico y fotográfico durante los años 70 y 80. Del mismo modo, a ese período pertenecen la consolidación de la fotografía como medio artístico en la escena y como fuente creciente de imágenes del reporterismo gráfico, al cual le debemos el registro invaluable de la transformación del rostro del país y las luchas sociales que marcaron su historia en ese particular momento del siglo XX. De manera que, cuando en esos mismos años, se empezaron a generalizar las experiencias de la serigrafía y, de manera más importante, de la fotoserigrafía, y otras técnicas de impresión como el sténcil y el miméografo, éstas aparecieron como estrategias fundamentales en la reproducción de la práctica disidente del trabajo visual no académico, reforzando su vinculación a la imagen gráfica y fotográfica.
De este modo, la nueva condición en la que impresión, fotografía y grabado, y en la que reproductibilidad y difusión se democratizaron y ampliaron su registro de la representación de la realidad, produjo en esos años una renovada interpelación de la imagen artística, y sobre todo una interpelación de la función del arte en una etapa de transformaciones sociales profundas. En medio de ellas, tanto la imagen o el referente fotográfico, como muy poco después el video, hicieron su aparición como una homologación de lo realidad actuante y existente, cuya presencia ubicua en la masificación del periodismo y la televisión se dejó sentir cotidianamente en la Lima de entonces. Este último dato es importante porque permite reflexionar sobre el rol de la paulatina aparición del referente fotográfico en la obra inicial de Armando Williams, 
interviniendo en el espacio de la composición, codo a codo de la intervención pictórica. Con estas herramientas, Williams construye en muchas piezas de los primeros años 80 una gramática particular, en la que lo fotográfico como condición parece operar como el señalamiento de capas de sentido que se superponen a las de la pintura y viceversa. Ni contradictorias, pero tampoco siempre en concordancia, se diría que las imágenes de lo real fotográfico aparecen en la tela como un recordatorio del hecho social circundante y a veces como un comentario, o un recordatorio borroso o fantasmal de la historia social reciente. 
“Un pretexto de la realidad” es como Alfonso Castrillón (Castrillón 1983) define esas capas de sentido que van superponiéndose y ampliando su espacio en la composición de la tela en un ensayo y entrevista a Williams de 1983. Castrillón procede apuntando a la comparación de una tela de Armando Williams titulada Pre texto, de 1982, con el famoso cuadro La venganza (1939) de René Magritte, en el que encuentra lecturas paralelas -si bien invertidas- en los procesos con los que la pintura de Williams va desarrollando su lenguaje y sus referencias. En la tela de Williams lo que hay es la cita borrosa, o borrada, de una foto célebre del gran paro nacional de julio de 1977 que logró poner en jaque a la dictadura de Morales Bermúdez (1975-1980). El paro del 19 de julio (en rigor, parte de una serie de huelgas importantes a nivel nacional entre 1975 y 1979) fue una huelga generalizada que puso en jaque a la dictadura de Morales y que armó una masiva batalla sindical y popular organizada en defensa histórica de una serie de derechos, que desde entonces hasta hoy serían paulatinamente conculcados. 
La imagen de Pre texto, retomada de una fotografía aparecida en la prensa, es la silueta de un piquete de trabajadores, y aparece como enmarcada dentro de otro espacio rectangular; un cuadro dentro de un cuadro, por así decir, que es transgredido por el volumen de algo que podrían ser vestigios del humo de llantas de caucho quemadas en un bloqueo de carreteras. En el borde superior se lee de manera invertida y borroneada la palabra “pretexto”. Piquetes, marchas y fogatas fueron una constante de la imagen del reporterismo gráfico durante la segunda mitad de los años 70. 
Pero la idea a continuación es que esas imágenes se han ido borrando.
En el cuadro de Magritte que Castrillón usa como paralelo y supuesta fuente retomada por Williams, la lectura es similar, aunque la realidad representada por fuera de la tela (unas nubes) es aquello que parece transgredir la imagen representada en el cuadro dentro del cuadro, muy en el estilo de la metáfora surrealista en su versión más paradojal. Tanto para Castrillón, como para Gustavo Buntinx, que retoma un análisis parecido pocos años después (Buntinx 1987) la lectura es clara: aquello que sucede en el cuadro de Williams es un comentario acerca de un desfase de la realidad. Pero no de cualquier desfase: si bien Castrillón lo sugiere ampliamente, argumentando que los volúmenes y palabras que está tachados en el cuadro constituyen aquello que está siendo negado, es Buntinx quien enfatiza los términos más estrictamente políticos de su lectura. Cancelado el tiempo de la utopía post velasquista, y terminada la experiencia del auge del movimiento popular de mediados de la década del 70 con el retorno del segundo belaundismo (1980-1985), la pintura de Williams –siguiendo siempre la lectura de Gustavo Buntinx- va borrando las referencias políticas, reemplazándolas por un hermetismo pictórico, propio del desencanto de una generación de artistas que atravesó el auge y la caída de ese momento de posibilidades abortadas de transformación social. 
Sin necesariamente disentir con todo lo dicho arriba por la crítica de esos años sobre un cuadro que ha devenido paradigmático, sí creo que hay un matiz interesante e importante por destacar en las superficies de la obra de Williams de ese preciso momento y está en la paulatina desaparición/velación de las imágenes. Como también está en la forma en que se construye el orden de los elementos en la composición y sobre todo en las relaciones y condiciones que establecen los lenguajes de la imagen fotográfica y los de la pintura. En Williams el perfil de la condición fotográfica de su pintura en esos años, le permite proceder por medio del montaje, es decir como sintaxis, antes que como un ordenamiento referido al “adentro”/”afuera” de la imagen del cuadro dentro del cuadro. A diferencia de la retórica del cuadro de Magritte, que reproduce especularmente la idea de la paradoja como mecanismo de reemplazo/negación de opuestos, el montaje alude al orden de la coexistencia de entidades diferentes. De hecho, la retórica de la matriz surrealista de Magritte difiere en eso de aquella que ve Benjamin en Nadja de Breton y que a su juicio le permite ir descubriendo las nuevas realidades urbanas que componen el paisaje de un París cuya alucinación y experiencia provienen del vuelo de las contradicciones y fenómenos activamente superpuestos de la ciudad moderna. De esa iluminación, que Benjamin apodó “profana”, nos queda la lección de un orden o convención colapsada sin adentro/afuera, sin sueño/vigilia, o sin alta/baja cultura podríamos decir también, y también: asistiendo a la prolongación de lo viejo y ancestral en lo nuevo moderno, un tema que por otro lado obsesionó al propio Benjamin. 
Pero parecidas y específicas realidades urbanas estaban justamente en pleno proceso de modificación de la vida en la peculiar Lima de ese período, en que era radicalmente transformada por la migración rural andina. Estas nuevas realidades y coexistencias, contradicciones y conflictos estuvieron sin duda retratadas en las propias investigaciones de Williams sobre la ciudad tanto de forma personal en su obra, como en sus actividades colectivas con arquitectos y urbanistas en la intervención realizada en pleno centro de la ciudad, llamada Lima en un árbol, de 1981, o en la célebre Encuesta de preferencias estéticas urbanas, realizada con el grupo EPS Huayco ese mismo año, en las calles más densamente concurridas de la ciudad.
Pero para volver a Pre texto, el juego profano de lo que ha colapsado en el lenguaje es también el orden de lo representado. En la idea del montaje como operación de realidad, las coordenadas transformadas se encuentran expuestas no al punto de su negación (Castrillón), ni necesariamente al punto del desencanto (Buntinx), pero sí quizás al punto de su alteración más evidente. 
El planteamiento del marco o de aquello que hemos visto como un cuadro dentro de un cuadro, aparece entonces ya no como parte del sentido del adentro/afuera, sino como una forma de abordar el esquema de las planitudes de la condición fotográfica, del esquema lineal sin volumen heredado del pop. Una ausencia de volumen y profundidad que precisamente abrió, históricamente, un camino de liberación para el dibujo y particularmente para lo que el montaje tiene de dibujo y de línea, como forma alternativa de aludir, nuevamente, al marco que, como señala Greenberg al reconstruir el camino del expresionismo abstracto, constituye la memoria y el recuerdo de que la pintura es un ejercicio sobre y desde lo plano. En Williams ese aprendizaje produce una doble hibridación. Por un lado, el ejercicio del montaje como forma de abordar el plano. Por otro, el abandono de la ilusión escultórica de la pintura tradicional y su reemplazo por la atmósfera de la abstracción. Lo primero es inmediatamente perceptible en sus serigrafías del período en las que el peso/proporción/silueta de la imagen recuperada de la fotografía o de la prensa, como en Bolívar o Paisaje, es aquello que va indicando un armado particular, que es retocado o intervenido “pictóricamente”sobre la malla de impresión. El resultado es quizás en cierto modo similar al proceso que emprendió Robert Frank en los 70s (saliendo en el fondo del esquema crítico sin salidas de Swarovsky), en los que, de manera inversa a la de Williams, montaba e intervenía “líricamente” sus fotografías con escritura o líneas. Pero en el caso de la pintura de Williams el proceso parece y es más complejo, en la medida en que busca combatir o integrar la imagen fotográfica mediante una serie de recursos pictóricos que van desde el dripping hasta el borroneado gestual de las siluetas retomadas de lo fotográfico. A diferencia del tratamiento en el grabado cuyo espacio es más acotado, la tela parece permitirle un campo de expansión significativo, que va conquistando espacio para más pintura. De algún modo resulta claro que, en efecto, hay algo que va cubriendo la tela y algo en ella que va desapareciendo en simultáneo. La integración de la imagen fotográfica no asegura un lugar de lectura del todo clara, a medida en que la pintura como trabajo de licuefacción va liquidando toda referencialidad inmediata. En efecto, algo parece haber sucedido con la realidad.
De manera parecida a la gestualidad de la pintura norteamericana de la postguerra, y en medio de las derrotas de los frentes populares de la vieja izquierda que quedaron atrás con ella, según una conocida lectura de Harold Rosenberg, la desaparición de todo lo identificable y representable en la tela queda también atrás. Volviendo entonces a Williams, qué son esos  drippings ahí, sino a su vez un recordatorio de la pintura como signo de cambio, de movimiento, frente a la imagen congelada de lo fotográfico. Como fuera de encuadre fotográfico más que fuera de cuadro pictórico, la pintura y la fotografía o su mera huella, establecen una tensión irresolubre y definitiva. No se trata de una ambivalencia frente a la realidad política, como sugiere Buntinx en un juicio ético, planteando de paso la figura debatible de un voluntarismo artístico, ejemplarmente de vanguardia. En la disolución de las siluetas, frases y perfiles hay más bien una pérdida de foco de la propia realidad y finalmente ese es su retrato, en caso de exigir alguno. 
Y sin embargo, tanto en la imagen del piquete de trabajadores de Pre texto, como en Historia de todos los días, o en el sugestivo Fuera de sitio, o en Pasado, presente y futuro, y en otros, todos del mismo 1982, esas siluetas son también espectros de una realidad que es interpelada, que es observada y que igualmente nos observa y nos interpela. Son los espectros de una historia desaparecida, a la manera en que Derrida estableció aquellos de otra derrota, es decir aquellos de la dramaturgia y la puesta en escena del fin de una historia. Desde ella o hacia ella, las imágenes y siluetas fantasmales o en proceso de desintegración, o borrado, de estas ejemplares series de Williams son las del espíritu inasible e irrepresentable de un tiempo de transformaciones ya ido. La ontología de esa circunstancia implica el duelo de ese fin y quizás su respectiva arqueología. En esa perspectiva, Pasado, presente y futuro, la serigrafía con la que el artista ganó un prestigioso premio de grabado, condensa quizás la mirada en síntesis de ese duelo expresado más extensamente, aunque también más herméticamente, en Fardos, el tríptico al acrílico que cierra finalmente este período en Armando Williams en 1984. Los fardos funerarios del grabado aparecen en la base de la composición, de manera misteriosa y hierática, como guardianes del tiempo hermético, mudo, del pasado prehispánico. La alusión a los tres momentos históricos, signados por los tres volúmenes retrabajados por el grabado a partir de apropiaciones fotográficas, guía la lectura de la obra, pero la atmósfera flotante del montaje produce una ambivalencia entre el vacío que señala la representación del presente y la del futuro, en donde aparece la silueta de una torre de energía eléctrica derrumbada por algún acto de sabotaje, como solía ser el modus operandi de Sendero Luminoso en medio del conflicto armado. En cualquiera de las lecturas posibles, aparece la posibilidad de un no futuro, resguardado por un entierro profundo e inalcanzable, quizás irresoluble. La enorme cantidad de población civil asesinada de lado y lado en el enfrentamiento entre Estado y la subversión Senderista produjo tal conciencia de la fosa común como signo de los tiempos, que el túmulo, los cuerpos, los entierros y los desentierros, no podían sino tener en esos precisos años en los que Williams elaboraba estas siluetas funerarias una carga simbólica directa. Pasado, presente y futuro intercambiables, podrían haber sido y sin ninguna ambivalencia a su vez, una legítima consigna nihilista, la misma que en esos años se vió emerger como el ethos y el sonido ensordecido de una parte de la juventud punk subte en la ciudad.
En cierto modo, y para algunas lecturas, el recorrido del arte pop local en su revinculación a lo popular desde fines de los años 60, estuvo en el borde de una alianza real con los movimientos sociales de fines de los años 70. La historia de esa derrota es muy amplia y delicada como para ser tratada aquí, pero es posible intuir viendo parte del arte producido en los años 80, que una manifestación del fetiche del consumo como centro de la operación, fue reemplazado por un acercamiento crítico a la figura e íconos de lo popular emergente, del mismo modo que a sus necesidades y perspectivas de organización política, aún así no fuera de manera expresa. Así, la saga de la lata de leche marca Gloria/Carnation que, según testimonios, se inicia a fines de los años 70 con la elaboración de una lata en cemento por José Carlos Ramos, y que sigue vía Fernando Bedoya y los integrantes de EPS Huayco, encuentra también en Williams la expresión de ese signo epocal que fue también el tema de la desnutrición y la alimentación popular. Producto del enfrentamiento entre los intereses corporativos transnacionales y las necesidades de alimentación de la población peruana, la lata del pop peruano emerge con signo opuesto, el del reino de la necesidad, al comentario de la lata industrial del pop norteamericano, producto de la abundancia.
El progresivo acercamiento de Armando Williams a la abstracción y a la gestualidad pictórica en el grabado parece apuntar en efecto al agotamiento de un período, que traza un arco de medio siglo en el debate local de la representación y sus superficies. El triunfo del papel como soporte y la impresión como técnica en parte de su carrera posterior, a expensas de la pintura de mediano y gran formato, abre otro capítulo en su recorrido. Los espectros no han desaparecido quizás, pero el montaje parece haber sido reemplazado por formas más orgánicas y más armónicas, nuevos cauces por los que discurre fluidamente la búsqueda de una nueva imagen y la iluminación de una nueva historia.

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