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TEXTOS

CAMBIOS DE PIEL:
LA PINTURA DE WILLIAMS (2000-2020)

Sharon Lerner

Ya que propiamente no representan nada, las formas de la pintura abstracta no necesitan una narrativa que les dé sentido. Este principio es una constante que ha dominado gran parte de la producción pictórica de Armando Williams, una operación formal que asoma incluso en su obra temprana y al que se ha adherido, en ciclos y retornos, con alteraciones y revisiones, a lo largo de más de cuatro décadas. Con todo, a partir del 2000 y en adelante, este lenguaje adquiere una nueva dimensión en diálogo con la atención que el artista empieza a dedicar al entorno amazónico, espacio geográfico, natural y cultural vinculado con su propia biografía. 

 

En el 2000, Williams viaja por primera vez a la Amazonía y desarrolla un interés por la región y sus pobladores. Él y su pareja, Doris Bayly, deciden casarse ese año en Santa María de Nieva, provincia de Condorcanqui (Amazonas), y desarrollan un vínculo cercano con distintos personajes de la región de Lomas. En ese contexto entablan amistad con Gerardo Petsaín Sharup —artista indígena Wampís que representa con gran maestría los modos de vida, y los usos y costumbres, de los pueblos jíbaros de la Amazonía peruana. En 2001, ya en Lima, realiza dos exposiciones, “Acertijos del Panki” y “Gente del agua” las cuales reunieron trabajos que constituyen una primera reacción al entorno natural amazónico y a su gente. En consonancia y en paralelo, los Awajún empiezan a ser una presencia recurrente en sus pinturas desde entonces. Un ejemplo es Gente del agua (2001), un cuadro en el que la alusión primigenia es a ellos. Esta imagen del agua como figura simbólica, es retomada por Williams libremente, años después, para establecer un vínculo entre los nativos de este pueblo originario y los corredores de tabla del norte del país, en el homónimo Gente del agua (2017), dibujo en papel vegetal de la familia del artista —más precisamente, sus hijos adolescentes— en una conexión y una comunión distintas con la naturaleza que los circunda.

 

Las obras de Williams de los primeros años de la década del 2000 están fuertemente marcadas por esta experiencia y muestran mayor luminosidad y colorido que las pinturas realizadas a inicios de la década de los ochenta, incluso más que las obras realizadas durante su larga estancia formativa en Nueva York (1984-1996). De hecho, como anota Alfonso Castrillón, la estancia de Williams en los Estados Unidos podría considerarse como un hiato en el que las pinturas buscan ‘desentrañarse’ —acaso librarse de una gestualidad más visceral y oscura— y escapar de las contradicciones propias de su obra previa para encontrar una superficie más limpia. En estos nuevos lienzos, la aplicación de la pintura se realiza a través de recortes y campos planos que se alternan y superponen con largos trazos de gran definición y movimiento. 

 

De igual modo, en “Campo Traviesa”, exposición presentada en la galería Impromptu del Centro Cultural Peruano Norteamericano de Trujillo en 2002, se incluyen piezas que evidencian el interés específico por la fauna y la flora de la Amazonía peruana, así como por sus formas culturales milenarias, la medicina tradicional y su espiritualidad. En el breve folleto de la muestra, aparecen reflexiones parciales, textos poéticos y alusiones a espacios de lo íntimo, que acompañan a las imágenes de los cuadros y que operan como una suerte de guía botánica. Se encuentran referencias a la planta ayahuasca (también conocida como caapi o yagé), o a las ondulantes formas del tamshi —especie vegetal no maderable que asume la forma de lianas adheridas a los troncos en los bosques amazónicos. Es la morfología de esta vegetación la que prolifera sobre el plano pictórico, recorriendo ininterrumpidamente su superficie, como si fuese el terreno desde el cual busca expandirse. De las pequeñas glosas escritas por Bayly parece desprenderse que la figura que aparece en el díptico titulado Canoa (2002) aludiría al desplazamiento por el río Marañón de los ciudadanos del pueblo Awajún sobre troncos tallados de catahua.  

 

Y cabe anotar aquí que, aunque estrechamente vinculada al entorno amazónico —distintiva pero no exclusivamente a la región nororiental de este territorio—, la obra de Williams no tiene el tono visionario de mucha pintura asociada a la Amazonía, ni busca ser representación directa o manifestación de mitologías particulares o de algún viaje interior de carácter exploratorio. El universo de estas composiciones se inspira en formas y patrones de la naturaleza sin pretender una representación verista de ningún tipo, al menos no en la producción del periodo 2000-2010. En ese sentido, los recursos y las estrategias formales de su pintura son una pista importante. Rodrigo Quijano ha llamado la atención sobre el efecto de trampantojo (trompe d’oeil) al que recurren los lienzos de Williams para convertirse en una suerte de deíctico absorto por la espesura del bosque amazónico. Quijano sostiene que, en esta etapa, su pintura “[…] ha ido pasando de la consistencia expresivamente cargada de materia y resueltos drippings, hacia la elaboración más depurada de las superficies planas y gráficamente hilvanadas y diseñadas”, donde el declarado ‘camuflaje’ de sus lienzos “[…] no oculta, bordea con suficiencia los varios planos y capas de una pintura equilibrada cada vez menos en la gestualidad, cada vez más y más en el peso formal de los modelos y patrones extraídos de lo natural, intercambiables y maleables como fórmulas de construcción y de reflexión estética”. 

 

En efecto, muchas de estas composiciones recuerdan a rompecabezas, territorios en movimiento, archipiélagos anónimos. Por ejemplo, una pintura como Otorongo (2005) confronta al espectador con juegos visuales que apelan a lo más epidérmico de los sentidos. Este lienzo de gran formato evoca tanto a una cartografía como al otorongo o puma amazónico, cuyo pelaje moteado se camufla entre los follajes. Para Augusto del Valle, “[…] en Otorongo, la figura de este animal es sugerida a través de un uso del óleo que echa mano de estructuras geométricas que, entre tanto, habían surgido como preocupación formal y contracara a la eclosión informal del color y la huella en algunas otras piezas de fines de la década de 1990”.

 

Además de la exploración propiamente pictórica, la obra de esta década también está acompañada por una investigación sobre materiales. Un ejemplo claro de las exploraciones plásticas en torno a lo orgánico y la morfología de lo vegetal desde la síntesis abstracta se encuentra en una pieza como Llanchama (2009). El título de esta pintura, en un ejercicio tautológico propio de exploraciones de índole conceptual, acusa el soporte que la sostiene. Se trata de una pintura en la que se observa una única y delgada línea ondulante, minimal en su simpleza, trazada sobre un papel confeccionado con llanchama, una corteza de árbol cuyo uso es bastante difundido entre pintores indígenas de la Amazonía peruana, particularmente entre artistas Uitoto, Ticuna y Bora. Un solo trazo, sinuoso y verde, que parece aludir no solo al mundo vegetal, sino que rápidamente remite a la vista aérea de un río, a su vez asociado en el imaginario amazónico más extendido con la figura de la anaconda primordial, Ronin, o boa mística. La sinuosidad del río y su recorrido se entremezclan con las formas tejidas en los lienzos de Williams.

 

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En la última década, la actividad artística de Armando Williams ha implicado una doble marcha: un autoexilio personal y físico —dado por la reubicación de la residencia familiar al norte del país— y una creciente preocupación por la destrucción del entorno natural a mano de procesos de desarrollo industrial y de la explotación informal e indiscriminada de recursos minerales en las zonas protegidas de los bosques subtropicales. Estos intereses recientes estaban presentes en exploraciones tempranas del artista, particularmente en algunas iniciativas colectivas. Un ejemplo son las acciones e indagaciones realizadas por E.P.S. Huayco, entre 1980 y 1981, en las que se advierte una temprana preocupación por el proceso de reciclaje así como por la aviesa participación de transnacionales en contextos de subdesarrollo. Pero lo es también la participación de Williams en Lima en un árbol (1981), una intervención urbana planeada por Rossana Agois, Patricia López Merino, Wiley Ludeña, Hugo Salazar del Alcázar y Williams, también conocido como la agrupación Signo x Signo. La acción muestra a los artistas y arquitectos, en el cruce de dos avenidas del centro histórico de Lima, paralizando el tráfico vehicular con la instalación, en medio de la vía, de un pequeño árbol sobre una maceta rodante y sogas, provocando desconcierto y caos entre transeúntes, policías de tránsito y conductores. Registrada en video y filmada desde lo alto —desde el último piso de un edificio aledaño—, la acción resulta poética en su absurda simpleza y es un llamado temprano a la toma de conciencia respecto a la necesidad de preservar áreas verdes y entornos naturales en los contextos urbanos. Visto en perspectiva y a la distancia, acciones como estas dan cuenta de una consecuencia discursiva en la obra de Williams más allá de los medios y de los formatos escogidos. 

 

Hacia el 2012, Williams desempeñaría nuevamente un papel clave en la difusión de creación artística local con enfoque amazónico al promover la participación de doce artistas en una residencia organizada por la Wildlife Conservation Society en el Parque Nacional Bahuaja Sonene. Se trata de una zona natural protegida que cubre un total de 1.1 millones de hectáreas, ubicada entre los departamentos de Madre de Dios y Puno y que cubre las provincias de Tambopata, Carabaya y Sandia al sureste del Perú. La reserva —única muestra del ecosistema de sabanas húmedas tropicales del país, hábitat de especies de flora y fauna nativas y hogar de la etnia ancestral Ese’éja— se caracteriza por la presencia de bosques lluviosos en una planicie con vegetación de hasta dos metros de altura. Esta región se encuentra constantemente amenazada por los embates del narcotráfico y la minería ilegal, lo que conlleva una paulatina desertificación y la destrucción de sus ecosistemas. 

 

Es probablemente parte de esta experiencia la que llevó a Williams a retornar a un tipo de pintura que se debate entre el realismo y la abstracción y que, con una explícita carga crítica y de denuncia, incide en la dimensión política del territorio como un campo de batalla por la sostenibilidad planetaria. Paisaje Tambopata (2016) es un lienzo de gran formato en el que se observa un territorio devastado y aparentemente desolado. Al centro, una mancha en forma de herradura encarna un gran orificio que se abre campo en medio de un bosque diezmado. Una observación más detallada permite ver dos pequeñas siluetas negras en la parte baja que cargan en hombros lo que parecen ser troncos recortados. El cuadro está pintado íntegramente en gamas de grises, desprovisto de todo el colorido y la vitalidad de composiciones previas. Existe además una versión análoga, no propiamente un boceto sino más bien un dibujo de la misma escena realizado por Williams con lápices de color sobre papel vegetal y titulado simplemente Paisaje (2017). Pero esta segunda imagen, a pesar de contar con cierto colorido, remarca a través del uso de tonos ocres y morados un espacio central que pareciera quemado, enfermo, en el que la vida no puede prosperar. Al comentar esta pieza, del Valle habla de una “[…] naturaleza desnuda y amenazada por la minería ilegal”. Por su parte, Andrea Cabel, en su lectura de las mismas obras señala que: “[…] es notoria la falta del metal dorado, de los cuerpos vivos de animales, de la vegetación, incluso, del hombre destructor. Ambos paisajes resaltan el protagonismo de la carencia y configuran un grito dibujado que salta la representación y construye una narrativa propia de denuncia y reclamo.”. 

 

Ambas piezas están, sin duda, en la línea de trabajo de artistas peruanos contemporáneos de distinto cuño cuya obra apunta a la denuncia sobre la urgencia de la situación bioambiental en la Amazonía peruana, en particular en la región de Madre de Dios. Dentro de esa aproximación se pueden contar las fotografías de Eduardo Hirose, de la serie Dominio (2014), con su elocuente registro de la devastación de bosques tropicales; los paisajes al óleo con aplicación de láminas de bronce, de ese mismo territorio, realizadas por la pintora Sandra Gamarra en 2015, o piezas más conceptuales como El presente es en el origen, el curso y la desembocadura (2012) de la artista Nancy la Rosa, una pequeña pieza en oro y a escala que reproduce un segmento del cauce del río Madre de Dios.

 

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En los últimos tres años la obra de Williams pareciera volver a dar un giro formal, con la mayor recurrencia de obras de tipo figurativo o de aquellas en las que el referente fotográfico, explícito o velado, es innegable. Y es en estos años recientes cuando parecieran converger intereses tempranos de su obra con formas más nuevas de composición, como se sugiere en la curaduría de Gredna Landolt a la muestra más reciente de Williams, “Historia del Perú” (2019), realizada en el Centro Cultural Inca Garcilaso. En el texto que acompaña la muestra, Andrea Cabel señala que hay dos grandes ejes ya anotados por la crítica en su obra: la reflexión sobre la historia, sus contradicciones, vacíos y protagonistas olvidados; y la relación con la naturaleza. En la última exposición estas dos líneas paralelas convergen y se trenzan en un discurso articulado alrededor de imágenes y tópicos del pasado e intereses del presente: regresos simbólicos y formales en los que la violencia de décadas pasadas se transfigura, diluida pero igualmente amenazante.

 

En efecto, en su obra, la alusión al ámbito de lo político, asociado además a un espacio de violencia, nunca desaparece del todo. Es un tópico recurrente y pendular desde inicios de la década del ochenta, cuando muchas de esas pinturas previas a su partida a Nueva York encontraban su fuente de origen en el crudo fotoperiodismo de la época. Las fotografías eran obliteradas en el proceso de composición y solo evidenciadas a través del título de la obra. Así, los cuerpos inertes o las torres derribadas eran sistemáticamente anulados, sus perfiles disueltos o disimulados vía la aplicación de capas de pigmento, capas que, aunque simulasen ser la mera expresión gestual de una tendencia pictórica en boga, cargaban una significación alusiva a una realidad nacional en clave abstracta. Un ejemplo de esto, quizás de los más conocidos, es el tríptico Fardos (1983): “[…] parte de una serie de composiciones centradas en la figura del cadáver envuelto y a su vez ‘desaparecido’, obliterado bajo sendas capas de pintura, como al fardo funerario precolombino enterrado y olvidado en el tiempo.”. 

 

Estas referencias al contexto político y a la estela de las grandes culturas milenarias continua presente en su obra actual, pero con un cariz distinto. En esa línea, Fardo (2017), un dibujo a color sobre papel vegetal, no alude a la noción de desaparecido político implícita en la obra de los ochenta, pero connota otra violencia, una de tipo colonial. La obra refiere al caso específico de la apertura pública de un fardo funerario de la cultura Paracas por parte del arqueólogo peruano Arturo Jiménez Borja en el contexto de la Feria Mundial de Energía en Knoxville, Tennessee, en 1982. El tratamiento de la pieza es análogo al tríptico de 1983 en lo que concierne a la presencia de líneas zigzagueantes y de una silueta esbozada al centro. Sin embargo, en vez del enterramiento u ocultamiento bajo capas oscuras de pintura del original, aquí la aplicación de múltiples capas de papel ejerce un efecto de veladura, traslúcida o acaso radiográfica, sobre la imagen. La exposición de restos humanos, ya sean de contextos arqueológicos o etnográficos, levanta un cuestionamiento ético sobre el trato correcto que merecen distintos grupos étnicos e imputa la objetivación de los mismos. 

 

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Desde inicios de los años ochenta, el registro abstracto de la obra de Williams se vio plasmado en grabados y en lienzos con una fuerte presencia de tramas y texturas, o reconocido en la yuxtaposición de capas pictóricas y de manchas que obliteraban una eventual cita a imágenes extraídas de medios periodísticos. La expresión pictórica no representaba situaciones específicas sino que, declaradamente simbólica, buscaba ser la expresión de una subjetividad sensible atenta al medio social y al entorno natural en el que se encontraba inmersa. 


En su exhibición de la Galería Forum, de 1997, declaró: “[L]o abstracto no explica, pero debe ser en sí explicado”. Es precisamente ese reclamo de Williams el que emana de sus lienzos: el de una contundente abstracción que, no obstante, interpela al espectador para que éste se involucre y desentrañe qué hay detrás. Esta es una constante que también recorre su periplo más reciente.

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