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TEXTOS

LO UMBILICAL Y
LO GORDIANO

Gustavo Buntinx

"La introspección ha en parte reemplazado las ideas utópicas," escribía Armando Williams hace un ya distante año y medio. "Esto es como si el Yo fuera el único motivo viable para el artista de hoy en una sociedad en aparente bancarrota". Abusivas en su generalización, esas palabras sin embargo iluminan la comprensión distinta que la trayectoria personal de su obra exige ante lo culminante de su presentación en el Instituto Cultural Peruano Norteamericano.


Trayectoria personal pero estrechamente articulada a procesos sociales más amplios. Incluso en sus zonas de penumbra. O tal vez principalmente en ellas.


El dato siempre ineludible de ese recorrido es la participación fundante de Williams en la experiencia radical del grupo artístico que, bajo el cargado nombre de Huayco, protagonizó hacia 1980 las más relevantes iniciativas de acercamiento simbólico entre lo popular-emergente y lo pequeño-burgués-ilustrado. Un proyecto cultural asociable a otros más vastos, de índole político, cuyo desmoronamiento inmediato empuja al Perú hacia la atracción del abismo y define para Williams -como para tantos otros- la opción por un todavía juvenil autoexilio.1 Desde 1983 y durante trece años enfrenta "esa suerte de permanente desarraigo que es Nueva York", donde, a pesar de estudios formales y algunas exposiciones, mantiene relaciones inciertas con la plástica. Como inciertos parecen los formalismos que en ese proceso genera: una pintura de abstracciones genéricas donde la pregunta pertinente para el expositor no es qué sino cómo ella significa: "cuestiones concernientes a forma y no contenido, estilo y no sustancia".


Cuán entrelazadas se encuentran esas categorías se torna paulatinamente claro a partir de 1996 cuando Williams emprende el retorno a un país moralmente arrasado por la guerra civil y la dictadura. Por las políticas sistemáticas de malversación simbólica y degradación social alentadas desde el poder mismo. Crisis generalizadas de significación social que abruman y densifican las personales del artista. En sucesivas muestras anuales, tras el aparente juego de superficies va asomando un ensimismamiento extremo, una interiorización visceral de la propia materia pictórica. Pese a la elegancia de ciertos tratamientos, lo que por último trasciende no es la piel radiante de la pintura sino su entrañamiento.


"Autorretratos", llama sintomáticamente el artista a esos enrevesados despliegues de trazos y pigmentos sometidos al azar de pinceladas y solventes distribuidos casi por instinto. "Hago foco en acciones más que en objetos", explica Williams, "si ciertas cosas están dichas de manera muy directa y evidente, pues lo único que trato de hacer es quitarles esa precisión". La vocación por lo informe como esfuerzo inconsciente por darle justamente forma a esa instancia de la psique que Lacan denomina lo Real: aquello que no puede ser simbolizado porque precede al habla, y por lo tanto impide la significación. La fantasía de un cuerpo caótico, fragmentario y fluido, entregado a las pulsiones que amenazan con desbordarnos en momentos de indefinición extrema y crisis de identidad.


El cuerpo excedido y sin linderos que el infante retroactivamente fantasea al ser confrontado con la integridad de su propia imagen en ese instante paradigmático que el psicoanálisis denomina el estadio del espejo. Como en las simetrías descompuestas que hacia 1998 Williams articula en exploraciones pictóricas del test de Rorschach. O en los juegos de inversiones que su catálogo del 2000 acompaña con un texto de Bachelard sobre la dialéctica de lo exterior y lo interior, una de las instancias privilegiadas para la manifestación de lo Real.


Pues lo Real así aludido no remite a la historia y lo social sino a lo pre- cultural. Hay, sin embargo, una marca cultural de época en el surgimiento eruptivo de esa emoción, como recientemente ha reconocido el propio expositor al reivindicar en su trabajo "una especie de respuesta automática a todo este ambiente o estado de cosas". "Creo que tengo la propensión de ir hacia atrás siempre, quizá porque estas cosas a un nivel panorámico […] inexorablemente se han ido para atrás", añade al hablar de un gran olvido social frente al que su obra funcionaría como "memoria previa".


Y también como un espacio de contención. Inevitablemente uno piensa en la inhumación plástica que el artista impone a la más compleja de sus obras tempranas poco antes de abandonar el país: un tríptico de fardos funerarios con las ligaduras perturbadoramente desatadas. La ambivalente confusión de mesianismos ancestrales y conflagraciones demasiado actuales hicieron intolerable la visibilidad de esa imagen para el propio Williams, quien optó por disimularla y finalmente enterrarla bajo sucesivas capas de intervenciones pictóricas. Un proceso elocuentemente afín a las metáforas de represión percibidas por Freud en la figura del sepultamiento.


Afín también a los mecanismos de negación y ensimismamiento que se generalizan en una sociedad incapaz de asumir la densidad histórica -la ansiedad mítica- de las insólitas violencias que por entonces la recorren. Las excepciones son por lo general artísticas y en ellas pareciera muy oblícua y retrospectivamente reinscribirse Williams al radicarse otra vez en Lima. En cierto registro, la virulencia gestual que recorren sus cuadros del último lustro podría leerse como la exhibición tardía (también la estetización) de lo comprimido y oculto a punto de estallar en los fardos de 1983. No la reintegración armónica de Inkarrí sino el desborde visceral de su cuerpo hecho pedazos.


Sin embargo la gestualidad informe de esas entrañas pictóricas empieza desde hace un par de años a rearticularse bajo el protagonismo nuevo del trazo brillante y casi gráfico que delínea sus estructuras sobre la maraña anterior de chorreados y pinceladas. En algunos trabajos ya queda la sola línea, ondulantemente desplegada por metales (oro, plata, cobre) sobre las sensualidades, las rugosidades y los pliegues, del papel hecho a mano que les sirve de soporte. Hilos de poder, por usar el nombre genérico de dos de sus grabados últimos. Las ligaduras de lo Simbólico dando orden y sentido al caos pre-sígnico de lo Real.
Como los lazos del fardo, que sujetan y demarcan lo oculto de sus volúmenes sagrados cómo el cántico del chamán, que configura y guía el viaje hipnótico suscitado por la pócima del ayahuasca, bajo cuyo influjo se dice acceder a las formas primordiales de la psique y del código genético. Ayahuasca significa "soga de los muertos", y también por esa vía podría relacionarse a las latencias contenidas por esas momias que los nativos llaman significativamente mallki: cadáver, feto y semilla al mismo tiempo, en una condensación lingüística de la reversibilidad cíclica de la muerte. Y del sentido mismo.


Es sin duda a esta cadena última de asociaciones que Williams se siente principalmente vinculado. Los títulos de la muestra y de cada cuadro en ella remiten a creencias amazónicas compartidas por el artista en visitas y rituales que han tenido un efecto de sanación personal tanto como cultural. Interesa destacar aquí, sin embargo, el uso de un nombre como Pongo: puerta y umbral en quechua, el término casi litúrgico alude también a los servidores indígenas forzados a pernoctar en la entrada de las casas haciendas. Y a la irrupción violenta que ciertos ríos hacen al horadar los Andes para descender sobre la amazonía. La relación posible con cierto concepto de huayco (alud, avalancha) es evidente. Pero también, de manera más sesgada, aquélla otra que se establece con una pieza clave de 1998: Huaco sangrante. La reliquia herida y rota es al mismo tiempo una presencia viva. Y menstruante.


Una fecundidad interrumpida, una viscosidad gestante. En otras piezas de la misma serie Alfonso Castrillón supo ver "ovillos enrevesados como nudos gordianos que tienen que deshacerse". La producción actual radicaliza tales sugerencias al hacer de ese nudo gordiano también un lazo mortuorio. Y un cordón umbilical. Lo que los vincula es la inevitabilidad del corte. Tal vez la agitación que tanto inquieta tras la decoratividad aparente de la pintura de Williams sea la violencia germinal de todos modos inscrita en ella. La indefinición de esa violencia. De esa historia. Por venir.

1 Estoy obviamente hablando de la utopía de nueva izquierda que a fines de los setenta se configura en torno a figuras como Hugo Blanco y Javier Diez Canseco. La debacle de esa propuesta (pienso particularmente en la ruptura del ARI) y los errores históricos de la derecha dejan el campo abierto a la expansión de la violencia fundamentalista de Sendero Luminoso.

2 Todas las citas de Armando Williams han sido tomadas de los catálogos y declaraciones periodísticas del expositor. Para una major contextualización de las ideas aquí esbozadas, véanse otros textos de mi autoría publicados en Márgenes 1 (Lima: SUR, 1987) y Micromuseo 1 (Lima: Micromuseo Productions, 2001).

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